Manzanas del Jardín de Tolstoi  

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Yolanda Castaño (palabra y voz); Carlos Garabatos (guitarra)



Yo,

que bordeé en automóvil las orillas del Neretva,

que apuré en bicicleta las calles húmedas de Copenhague.

Yo que medí con mis brazos los boquetes de Sarajevo,

que atravesé, al volante, la frontera de Eslovenia

y sobrevolé en avioneta la ría de Betanzos.

Yo que partí en un ferry que arribaba a las costas de Irlanda,

y a la isla de Ometepe en el Lago Cocibolca;

yo que nunca olvidaré aquella tienda en Budapest,

ni los campos de algodón en la provincia de Tesalia,

ni una noche en un hotel a los 17 años en Niza.

Mi memoria va a mojar los pies a la playa de Jurmala en Letonia

y en la sexta avenida se siente como en casa.

Yo,

que pude morir una vez viajando en un taxi en Lima,

que atravesé el amarillo de los campos brillantes de Pakruojis

y crucé la misma calle que Margarett Mitchell en Atlanta.

Mis pasos pisaron las arenas rosadas de Elafonisi,

cruzaron una esquina en Brooklyn, el puente Carlos, Lavalle.

Yo que atravesé desierto para ir hasta Essaouira,

que me deslicé en tirolina desde las cumbres del Mombacho,

que no olvidaré la noche que dormí en plena calle en Amsterdam,

ni el Monasterio de Ostrog, ni las piedras de Meteora.

Yo que pronuncié un nombre en el medio de una plaza en Gante,

que surqué una vez el Bósforo vestida de promesas,

que nunca volví a ser la misma después de aquella tarde en Auschwitz.

Yo,

que conduje hacia el este hasta cerca de Podgorica,

que recorrí en motonieve el glaciar de Vatnajökull,

yo que nunca me sentí tan sola como en la rue de Sant Denis,

que jamás probaré uvas como las uvas de Corinto.

Yo, que un día recogí

   manzanas del jardín de Tolstoi,

quiero volver a casa:

el escondite

que prefiero

de A Coruña

 

justo en ti.


Yolanda Castaño


Profetas de la mañana  

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Hacia dónde caminan los besos inciertos cuando resbala la madrugada.
Quemamos Gran Vía buscando huesos y luces verdes que nunca se apagan.
Alumbran las tragaperras profetas de la mañana.
Cuando nadie cierra por dentro y el Sol hace de bisagra,
 
Guardo la misma noria, la giro y no te enfadas.
En la Roma o en Palermo, en Gracia,
La Candelaria se acuesta la misma historia,
Soñando con ser soñada.
Extendamos la prórroga de este partido
Viendo el Sol tras de sus legañas.
 
Cruzamos los túneles sin aliento
Colgando del otro con la mirada.
Aviones de la limpieza, auroras en la batalla.
Que tiemblen los Ministerios, que ardan las Embajadas.
Que suban a la misma noria, y giro si no me paras.
En la Roma o en Palermo, en Gracia,
La Candelaria se acuesta la misma historia soñando con ser soñada.
 
Cuando nadie cierra por dentro y el Sol hace de bisagra
Comparto tu misma noria, la giro si no te enfadas.
En la Roma o en San Telmo,
En Parla o en Malasaña se acuesta la misma historia,
Soñando con ser soñada. 


Vetusta Morla







Perdido en la ciudad  

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 "Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño de que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros."


Walter Benjamin

Hydra, 1960  

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Él se ha quedado dormido en la hamaca con las gafas caídas en la punta de la nariz, el lápiz a un lado y un cuaderno de notas abierto sobre su pecho desnudo; dentro del sueño oye los gritos de los niños de unos pescadores que se bañan en la cala. Algunos retales de sol se filtran entre la sombra de una parra donde en torno a los racimos de la uva dorada zumban las abejas. Ella se balancea en una vieja mecedora. Lleva una camisa de algodón, un sombrero de paja, unas sandalias grecolatinas, el pantalón corto impregnado de salitre, la piel quemada. La casa es muy humilde, tiene las paredes encaladas, las maderas pintadas de verde y en este momento la brisa que viene del mar infla las cortinas blancas. Todos los barrancos de la isla están llenos de espliego y alacranes y abren un ojo azul deslumbrado al Egeo. Nada era tan hermoso como estar juntos y habitar una aseada austeridad junto al mar, olvidados de todos, habiéndolo olvidado todo y oír de noche el sonido de las olas que les llevaba muy lejos con las velas ligeras de la imaginación desplegadas hacia las suaves calinas de una patria común donde habitan marineros semejantes a Telémaco y ninfas aromatizadas de brea y marihuana. Antes de abandonar la casa, ella ha dejado una nota escrita en la mesa de la cocina junto a una ensalada de apio y aguacate, que tanto le gustaba. El joven que duerme en la hamaca se llama Leonard Cohen; la mujer que se balanceaba en la mecedora era su novia Marianne. Estaban en Hydra, una isla griega, en 1960, Fue aquel día cuando después de una historia de amor que duró ocho años, al despertar del sueño, Leonard supo que Marianne lo había abandonado. Entonces él tomó el cuaderno de notas que tenía sobre su pecho y escribió: “Tu cuerpo, Marianne, estará siempre en esta casa, en cualquier otro mar”. Leonard entendió que había llegado el tiempo de llorar.

Manuel Vicent



Buenos Aires  

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