Aquel puerto del norte

Rafael Guillén

Te esperaré bajo el abrazo helado
de la lluvia en el ártico, vagando
por el puerto de Bodo y sus perdidos
malecones de niebla.
Te esperaré, ya fuera
de las redes del tiempo, revistando
las barcos, que alinean
su desacompasado cabeceo
frente a los muelles; recontando torpe
y soñador sus oscilantes mástiles
acosados por agrios
enjambres de gaviotas.
Afuera, el mar noruego
endurece los rizos de su espuma,
y hay un fragor de témpanos que inician
la travesía del invierno.
Cerca, unas islas brindan el abrigo
de sus pequeñas calas y, en las casas
de madera, los pescadores viejos
sahúman su nostalgia junto a fuego.

Te esperaré buscando no el silencio
com presagios aquél, ni aquel pausado
trajín en las cubiertas;
no aquella tarde fría, ni los rústicos
bancos y mesas de madera al lado
de los amarres, no , sino la parte
más tibia y transparente
de ti y de mi que se quedó varada,
ya para siempre, en unaçde aquellas mesas empapadas, mientras
el diario trasbordador partía a su tarea de ir pacientemente
hilvanando las islas.

Un polar viento con cristales hinca
sus finos dientes en los atezados
rostros de los traineros
que preparan sus artes. A lo lejos,
caen telones oscuros. Una vaga
claridad vanamente
resiste todavía, acorralada.

Su alguana bez te falto, no me busques
en el rincón de siempre, entre los libros
y los besos de siempre, en lo que, en vida,
fue más firme y cálido.
Te espero en aquel puerto, entre sus brumas,
mirando cómo enfilan la bocana,
bamboleantes, los pesqueros. Viendo
hundirse lentamente
el mar en una noche sin salida.

Rafael Guillén
Los estados transparentes

Ser un instante

Rafael Guillén

La certidumbre llega como un deslumbramiento.
Se vive por instantes de luz. O de tiniebla.
Lo demás son las horas, los telones de fondo,
el gris para el cansancio. Lo demás es la nada.

Es un momento. El cuerpo se deshabita y deja
de ser la transparencia con que se ve a sí mismo.
Se incorpora a las cosas; se hace material ajena
y podemos sentirlo desde un lugar remoto.

Yo recuerdo un instante en que París caía
sobre mí con el peso de una estrella apagada.
Recuerdo aquella lluvia total. París es triste.
Todo lo bello es triste mientras exista el tiempo.

Vivir es detenerse con el pie levantado,
es perder un peldaño, es ganar un segundo.
Cuando se mira un río pasar, no se ve el agua.
Vivir es ver el agua; detener su relieve.

Mi vagar se acodaba sobre el pretil de hierro
del Pont des Arts. De súbito, centelleó la vida.
Sobre el Sena llovía y el agua, acribillada,
se hizo piedra, ceniza de endurecida lava.

Nada altera su orden. Es tan sólo un latido
del ser que, por sorpresa, llega a ser perceptible.
Y se siente por dentro lo compacto del hierro,
y somos la mirada misma que nos traspasa.

La lucidez elige momentos imprevistos.
Como cuando en la sala de proyección, un fallo
interrrumpe la acción, deja una foto fija.
Al pronto el ritmo sigue. Y sigue el hundimiento.

La pesada silueta del Louvre no se cuadraba
en el espacio. Estaba instalada en alguna
parte de mí, era un trozo de esa total conciencia
que hendía con su rayo la certeza absoluta.

Ser un instante. Verse inmerso entre otras cosas
que son. Después no hay nada. Después el universo
prosigue en el vacío su muerte giratoria.
Pero por un momento se detiene, viviendo.

Recuerdo que llovía sobre París. Los árboles
también eran eternos a la orilla. Al segundo,
las aguas reanudaron su curso y yo, de nuevo,
las miraba, sin verlas, perderse bajo el puente.

Rafael Guillén
Límites