Harar. Hacia 1884. Un kílim para Valentín Albardíaz

Juan Carlos Friebe

Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre
José Ángel Valente

¿Qué hago aquí?
Rimbaud escribiendo a casa desde Etiopía


La verdad es una cambiante
duna.

Jamás permanece quieta. A veces parece oculta

y luego avanza o retrocede, se amontona o se dispersa
tras un gélido velo de tórrida arena.

El viento da forma a la tierra
menuda
y dibuja al desierto el perfil de una
Luna.

Caravanas de sal atraviesan Harar somnolientas. Los camellos portan harina de tef, el ganado jadea cargado con fardos de sed, de cuero y de avena.

Rodeada de altos muros la ciudad
aúlla.

El viento teje su canto para la media
Luna.

Tras los gigantes portones manadas de hienas. Desde cien alminares voces amarillentas. Bajo tupidos toldos raídos muestras de livianas sedas.

Rodeada de altos muros Harar
aúlla.

El viento le enhebra un hilo de oro a su finísima aguja.

En los puestos de carne alimañas inquietas aguardan despojos que tiñan sus alas de sangre y de polvo de alheña.

El viento devana su madeja de lana a la
Luna.

y susurra a la tarde una nana en su
cuna.
Los mercaderes vociferan gangas con enormes bocas grotescas que otras voces acallan con

 gritosquesefundenyconfundenysenezclanyentremezclan.

En capazos de palma intensas fragancias de especias. Exhalaciones de ébano, fugaces esencias que se pierden, lentamente, por tortuosas callejuelas.

El viento le susurra al desierto la forma de una duna

nueva.

Incandescente carbón el Sol abrasa la ciudad polvorienta. Junto al mercado las casas relucen de pura desnuda piedra.

La Luna susurra al desierto la canción de la luna

nueva,

y se mece en el viento que la trae y la

lleva,

la trae y la lleva,

la trae y la lleva                        

la trae y la lleva.

En los patios las mujeres criban el grano sobre humildes esteras. Las niñas tienden sábanas y lutos de cal viva las viejas. Las máquinas de coser, adentro, con mecánica monotonía

traquetean,
traquetean                                                                                       
traquetean,                     
traquetean...                                    

Manos curtidas en mimbres tejen tramas y urdimbres en el telar de madera, y alfombras de nudo con lana de oveja. Plegadores y enjulios, pedales y ruedas, hileras de ásperos ocres destrenzan y trenzan secretos motivos,

laberinto de tiempo y de arena.

El viento teje un kílim para la media

Luna.

y una duna cambiante con lentos hilos de

seda.

Juan Carlos Friebe
Antagonía


Copenhague

Vetusta Morla





El corría, nunca le enseñaron a andar,
se fue tras luces pálidas.
Ella huía de espejismos y horas de más.
Aeropuertos. Unos vienen, otros se van,
igual que Alicia sin ciudad.

El valor para marcharse,
el miedo a llegar.

Llueve en el canal, la corriente enseña
el camino hacia el mar.
Todos duermen ya.

Dejarse llevar suena demasiado bien.
Jugar al azar,
nunca saber dónde puedes terminar...
o empezar.

Un instante mientras los turistas se van.
Un tren de madrugada
consiguió trazar
la frontera entre siempre o jamás.

Llueve en el canal, la corriente enseña
el camino hacia el mar.
Todos duermen ya.

Dejarse llevar suena demasiado bien.
Jugar al azar,
nunca saber dónde puedes terminar...
o empezar.

Ella duerme tras el vendaval.
No se quitó la ropa.
Sueña con despertar
en otro tiempo y en otra ciudad.

Dejarse llevar suena demasiado bien.
Jugar al azar,
nunca saber dónde puedes terminar...
o empezar.



Persistencia del olvido

Felipe Benítez Reyes

Recuerdo una ciudad como recuerdo un cuerpo.
Caía ya la luz sobre las calles
ya caía en tu cuerpo
-en un hotel oscuro, o en no sé
qué habitación sin muebles de no sé
qué ciudad- la luz agonizante
de velas encendidas.
Un temblor
de velas, o un temblor de árboles,
en el otoño sucedía  -no lo sé-
en la ciudad que no recuerdo
-ya esa desmemoriada sensación
de haber estado allí, ignoro adónde,
con alguien que no sé,
quizás en la ciudad que siempre olvido.

Tal vez era la lluvia: mi pasado
ocupa un escenario de calles desoladas.
Sin duda era la lluvia golpeando
los cristales de un taxi, con alguien a mi lado,
con alguien que ha perdido
sus rasgos con el tiempo.
O era yo
-no lo sé-, tal vez yo mismo
reflejado en cristales mojados por la lluvia.
Quizás era en verano, no recuerdo,
y era otra ciudad la que ahora olvido.
Una ciudad con bares junto al mar,
donde tú nunca estabas.
No sé bien
qué ciudad era aquélla en que la luz
tenía la apariencia de una flor abrasada,
pero tus manos frías estaban en mis manos,
tal vez en algún cine con palcos de oro viejo,
en su caliente oscuridad.
Una ciudad
se vive como un cuerpo,
se olvida como él.
Posiblemente
ahora evoco ciudades que existieron
al lado de esos cuerpos que existieron
en ciudades que existen tal vez en el olvido.
Que deben existir, pero no sé.