Carmelo Sánchez Muros
Corre veloz el tren por el plano paisaje: Llueve despacio y algún furtivo rayo deja escapar el sol iluminando, fugazamente, la torre que ha de guiar mis pasos, por las estrechas calles, hasta alcanzar el corazón concreto de la hechizada urge. Y entro en la ciudad. Me recibe el espejo estático del lago, donde los cisnes lánguidos deslizan su prumaje albo sobre las aguas, que expanden círculos, cuando la lluvia la superficie alera. Crecen los sauces sobre la alfombra verde de los musgos, como desmelenadas doncellas de leyenda.
Cae el manso aguacero sobre el verdín de aquellos edificios que alzan sus frontales triangulares, e invierten su reflejo en el obscuro verde de los adormecidos canales interiores, por donde se aventura alguna barca cargada de turistas. Llueve sobre las plazas animadas y en las terrazas de los cafés, abiertos a la luz difusa de la tarde. Suenan las camapanadas de las horas que marca el alto carillón. Luueve, sin tregua sobre Flandes.
Cae el manso aguacero sobre el verdín de aquellos edificios que alzan sus frontales triangulares, e invierten su reflejo en el obscuro verde de los adormecidos canales interiores, por donde se aventura alguna barca cargada de turistas. Llueve sobre las plazas animadas y en las terrazas de los cafés, abiertos a la luz difusa de la tarde. Suenan las camapanadas de las horas que marca el alto carillón. Luueve, sin tregua sobre Flandes.
Carmelo Sánchez Muros
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