Tibet

Ana Isabel Conejo

La ignorancia del niño tiene el color del azafrán... La sabiduría del monje es amarilla.

Un viento helado azota nuestros rostros. De las montañas llegan silencios sonoros como bronce. ¡Qué poco duelen las heridas del frío! Puedes perder los dedos y seguir sonriendo.

Es dulce esta pobreza de la altura. Vamos descalzos, con grandes toldos de oro que nos cubren, sosteniendo en las manos nuestro cuenco de barro para solicitar la blanca limosna del arroz.

Hemos oído hablar de los templos del sur, del mármol deslumbrante de las cúpulas de Agra... No deseamos verlo. Nuestro templo es más alto y existe desde siempre: piedra y nieve, imposible igualar su blancura... Nos gusta ser pequeños; envejecer; morirnos. Renacer convertidos en hormiga o en hierba.

Ana Isabel Conejo

Atlas

Todas son mías

Mario Benedetti

Yo soy un ganapán de las ciudades. Con sus glorias y sus congojas, las calles me reciben sin ninguna exigencia. Me ofrecen sus esquinas, sus ventanas, sus puertas. Piso las baldosas y los adoquines y reconozco un aire de familia. Recuerdo que bajo la ducha de un noveno piso de un hotel de Copenhague distinguí los tejados y los faroles y una plaza que me recordó otra de Helsinki. Todas son mías. Está la calle de Milán que me transportó a Buenos Aires, digamos a Rivadavia y Tañcahuano. Todas son mías.
A veces repaso el campo pero de lejos, y echo de menos las torres, los templos, las estatuas. Entonces me doy vuelta y la ciudad me recibe como a uno de los suyos. No importa si es Praga o Amsterdam o Barcelona. Todas son mías. Camino despacito, reconociendo lo desconocido y juego con los rostros, que por supuesto son ciudadanos. El intercambio es recíproco y yo recibo y doy.
Estas paredes no son las mismas que las de allá, pero las toco como si lo fueran. Hay una evocación alucinada de algo que me pertenece y sin embargo no es mío. Calles y más calles. Esto es ciudad, y punto. Avenidas y arterias que vienen del pasado y quién sabe hasta dónde llegarán. Distritos y parroquias, suburbios o arrabales, las ciudades intercambian su norte y hasta esconden el sur.
A ésta le presto un color de aquélla y me fabrico un éxtasis primario, tan sencillo como el que hace décadas nació en mi esquina. Fui niño capitalino, comunal, y ahora, gracias al mar y al viento, al vino y a la suerte, soy apenas un viejo, claro que más sonante que contante, pero eso sí, siempre de ciudad.


Mario Benedetti

Vivir adrede

Deir El-Medina

Ana Isabel Conejo

Alguien, en un escrito hallado cerca del valle de las tumbas, leyó la angustia del pintor de signos: "Podrías traerme un poco de miel para mis ojos, y también algo de ocre. Tengo hinchados los párpados de trabajar con ellos la tiniebla, de buscar en la bóvedas el rumbo de la barca del Sol. ¡Ya no veo! ¡El humo de las lámparas me ha cegado la vista!"

La ciudad es un bosque de papiros de piedra en la otra orilla. Aquí reina el silencio de la muerte. ¿Qué se dice a sí mismo cada día el que en su corazón está lejos de Tebas? Se pasa la jornada soñando con su nombre. El pan que allí se come es más sabrosos que los pasteles hechos de grosura de ganso. El agua es dulce como miel y uno puede beber hasta la hartura.

Años... El mensajero se adentra en el desierto después de encomendar sus bienes a sus hijos; siempre anda temeroso de las gentes de Oriente, de los leones rojos que de noche bajan en busca de los abrevaderos. Sea su casa de lona o de ladrillos, su vida no es alegre. Sólo el escriba vive seguro, pues no habrán de perderse sus esfuerzos cuando deba ausentarse de la vida.

No se alzarán para él grandes pirámides coronadas de bronce ni funerarias lápidas de hierro. No dejará tras él hijos capaces de ensalzar su nombre, pero su herencia de palabras escritas es semejante a las estrellas, que guían como puntos de plata al navegante, al hombre que busca su camino.

Entonces, llorad por nosotros. Fuimos nosotros quienes os entregamos una senda de óxido rojo y lapislázuli para que no se perdieran vuestras almas. Pensadlo. De los reyes quedan cuerpos resecos, momias de carne oscura pegada al hueso, dientes aterradores, cráneos calvos bajo las sonrientes máscaras de oro macizo. Nosotros os dejamos el mapa de la noche para que nunca tengáis miedo. Os dejamos las altas columnas de Luxor.

Ana Isabel Conejo

Atlas

Parque de Figueras


José Ángel Valente

Si hay un momento en el mundo
donde el pico de un pájaro
dijérase parece suspender el caos,
un súbito momento de tenue paz, ahora,
en el parque de una ciudad extraña donde me encuentro por azar.

Si existe repentino este silencio
en el leve descenso de la tarde,
si hay aves que se funden y hacen uno el canto y la quietud
y una mujer joven que cruza con su hijo pequeñó de la mano
me mira, intensamente,
si este eterno es verdad, merecería
la pena haber venido,
estar presente, dios, en esta cita tuya no anunciada.

José Ángel Valente

Fragmentos de un libro futuro

My elusive dreams

Lee Hazlewood - Nancy Sinatra



I followed you to Texas I followed you to Utah
We didn't find it there so we moved on
I followed you to Alabam things look good in Birmingham
We didn't find it there so we moved on

I know you're tired of following my elusive dreams and schemes
For they're only fleeting things my elusive dreams

I had your child in Memphis you heard of work in Nashville
We didn't find it there so we moved on
To a small farm in Nebraska to a gold mine in Alaska
Oh we didn't find it there so we moved on

And now we've left Alaska because there was no gold mine
But this time only two of us move on
And now now we have each other and an old memory to cling to
And still you won't let me go on all alone

I know you're tired of following...
For they're only fleeting things my elusive dreams.

Lee Hazlewood & Nancy Sinatra

La Ciudad y la Escritura

Sergio González Rodríguez

Ciudad de ciudades: ¿laberinto o Torre de Babel? La ciudad se puede evoca en sus hazañas, en su historia, en sus héroes; y alguien puede también registrarla en la madrugada, entre los sonidos de un silbato de locomotora anacrónica, distante, y a través de un rumor ensordecedor: los sueños de los vivos y la melodía de los muertos que durante siglos aquí han perdurado, y que buscan a uno, a nadie más que a uno, porque uno es su relato. Así se distinguen, en ese concierto dispendioso, unos gemidos paganos, cuya convicción emana un afecto sobrenatural: son los perros y los gatos callejeros o domésticos que amaron a sus amos y que, por creencia de los antiguos, nos guiarán un día al reposo último. Menos a nosotros que a ellos les está destinado un paraíso, aquel que habla en la ausencia de los lagos secos y los bosques extintos de esta ciudad, aquel que habla en las montañas que la circundan bajo el sol y el dominio del viento. Pero si uno aspira a un paraíso, debe triunfar antes sobre la catástrofe, hacer de ella una vía de libertad.

De la técnica, sus logros y experimentos, acostumbramos guardar, ante todo, la memoria de lo que ha destruido: la huella en la guerra interna de las ciudades y la secular guerra externa que se extiende para imponerse al campo, a lo rural, a los arrabales, a la periferia. La ciudad es el templo de la catástrofe, sea ésta natural o tecnológica: terremotos, incendios, lluvias torrenciales, accidentes de tráfico, crímenes, terror, riesgos de la industria, polución, aviones que se desploman... Quien vive en una ciudad aprende a vivir en las alas de la catástrofe, y esto, al final, es su mejor escudo, porque descifrar ese vuelo permite contrarrestar la propia realidad catastrófica, plural y evasiva. Contrarrestar, sí, con la mano tras el oído puesto al tiempo. O la vida como caligrafía en el aire.

Sergio González Rodríguez

El centauro en el paisaje

Quinnipak

Alessandro Baricco

Quinnipak. Una imaginaria ciudad vagamente situada en la Europa decimonónica, que pudiera ser símbolo de los ideales y los límites de la burguesía, entre el progreso colectivo y las pasiones personales. En ella convive una galería de extraordinarios personajes con el infinito como único horizonte, empeñados en construir castillos en el aire que irán desmoronándose hasta dejar un poso de tristeza o de rabia: el señor Rail, fabricante de cristal, cuyo sueño es poseer un ferrocarril sólo para sentir el vértigo de la velocidad; su esposa, Jun, cuya belleza inspiró a Dios «la extravagante idea de pecado»; Pekisch, inventor de artilugios imposibles, en busca de una nota musical inexistente; su compañero de fatigas, Pehnt, un chiquillo que lleva encima su destino, en forma de chaqueta holgada; la viuda Abegg, quien, ante la imposibilidad de vivir un futuro deseado, recuerda un pasado ficticio; H. Horeau, arquitecto, cuyo proyecto de un edificio construido sólo de cristal descubrirá el carácter inflamable de éste; Mormy, el niño bastardo capaz de detener el tiempo en su mirada...Quinnipak. Ciudad soñada, ciudad refugio.

Alessandro Baricco

Tierras de Cristal

Una araña me observa desde un viejo molino de viento en la ciudad de Brujas

Fernand Valverde
Son extrañas las cosas cuando miran.

De los amarraderos del Dijver
los turistas buscan fotos imposibles,
paisajes sorprendentes
historias de la Historia,
leyendas que después contarán en lugares
repletos de temores y de cafeterías.

Pero tú, tú si entiendes del tiempo.

Tus huellas legendarias convierten lo que tocan
en cómplices de siglos y abandono.

- Tal vez no somos tan distintos,
es cuestión de fortuna y perspectiva.

Reconozco tu voz en las habitaciones
a las que yo no vuelvo:
también estarán solas.

Reconozco tu piel en todas las mujeres
desnudas del pasado,
en los rostros que vuelven
sin mirarme a los ojos.

No conoces ciudades sin conciencia en la piedra.

Por tu tiempo importuno,
tu soledad tan simple,
te propongo este pacto:
Yo te dejo mis dudas para venir al mundo,
tú me dejas las tuyas para volver al mío.

Fernando Valverde

Razones para huir de una ciudad con frío

Las Ciudades y la Memoria. 1 - Diomira

Italo Calvino

Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, siente envidia de los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez tan felices.


Italo Calvino

Las ciudades invisibles