Sergio González Rodríguez
Ciudad de ciudades: ¿laberinto o Torre de Babel? La ciudad se puede evoca en sus hazañas, en su historia, en sus héroes; y alguien puede también registrarla en la madrugada, entre los sonidos de un silbato de locomotora anacrónica, distante, y a través de un rumor ensordecedor: los sueños de los vivos y la melodía de los muertos que durante siglos aquí han perdurado, y que buscan a uno, a nadie más que a uno, porque uno es su relato. Así se distinguen, en ese concierto dispendioso, unos gemidos paganos, cuya convicción emana un afecto sobrenatural: son los perros y los gatos callejeros o domésticos que amaron a sus amos y que, por creencia de los antiguos, nos guiarán un día al reposo último. Menos a nosotros que a ellos les está destinado un paraíso, aquel que habla en la ausencia de los lagos secos y los bosques extintos de esta ciudad, aquel que habla en las montañas que la circundan bajo el sol y el dominio del viento. Pero si uno aspira a un paraíso, debe triunfar antes sobre la catástrofe, hacer de ella una vía de libertad.
De la técnica, sus logros y experimentos, acostumbramos guardar, ante todo, la memoria de lo que ha destruido: la huella en la guerra interna de las ciudades y la secular guerra externa que se extiende para imponerse al campo, a lo rural, a los arrabales, a la periferia. La ciudad es el templo de la catástrofe, sea ésta natural o tecnológica: terremotos, incendios, lluvias torrenciales, accidentes de tráfico, crímenes, terror, riesgos de la industria, polución, aviones que se desploman... Quien vive en una ciudad aprende a vivir en las alas de la catástrofe, y esto, al final, es su mejor escudo, porque descifrar ese vuelo permite contrarrestar la propia realidad catastrófica, plural y evasiva. Contrarrestar, sí, con la mano tras el oído puesto al tiempo. O la vida como caligrafía en el aire.
De la técnica, sus logros y experimentos, acostumbramos guardar, ante todo, la memoria de lo que ha destruido: la huella en la guerra interna de las ciudades y la secular guerra externa que se extiende para imponerse al campo, a lo rural, a los arrabales, a la periferia. La ciudad es el templo de la catástrofe, sea ésta natural o tecnológica: terremotos, incendios, lluvias torrenciales, accidentes de tráfico, crímenes, terror, riesgos de la industria, polución, aviones que se desploman... Quien vive en una ciudad aprende a vivir en las alas de la catástrofe, y esto, al final, es su mejor escudo, porque descifrar ese vuelo permite contrarrestar la propia realidad catastrófica, plural y evasiva. Contrarrestar, sí, con la mano tras el oído puesto al tiempo. O la vida como caligrafía en el aire.
Sergio González Rodríguez
El centauro en el paisaje
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