Reykjavik

Els Amics de les Arts

Ciudades de neón

Antonio Muñoz Molina

Nombres de ciudades o de países, de puertos, de regiones lejanas, de películas, nombres que fosforecían desconocidos e incitantes como las luces de una ciudad contemplada desde un avión nocturno, agrupadas como en floraciones de coral o cristales de hielo. Texas, leyó, Hamburgo, palabras rojas y azules, amarillas, violeta lívido, delgados trazos de neón, Asia, Jacarta, Mogambo, Goa, cada uno de los bares y de las mujeres se le ofrecía bajo una advocación corrompida y sagrada, y él caminaba como recorriendo con el dedo índice los mapamundis de su imaginación y su memoria, del antiguo instinto de miedo y perdición que siempre había reconocido en esos nombres.

A. Muñoz Molina
El invierno en Lisboa

El viaje - IV - Split

Jesús Aguado

Lo que me duele
no es vivir de esta forma, a medias entre náufrago
y Ulises precavido, a medias entre

viajar atado a un mástil
por miedo a no saber callar a las sirenas
con un silencio pleno y poderoso

o arrojarme a las aguas cuando baja del cielo la tormenta
que precede al placer.

Me duele estar tan lejos de Split y no escucharte
decirme cómo soy:
un héroe y un cobarde al mismo tiempo,
por las mismas razones,
enfrentado a los mismo enemigos,
el invencible derrotado, el desertor que pone en fuga
a todos los ejércitos,
el héroe que conquista lo que el cobarde pierde.

En Split me contabas lo que sé
como si fuera nuevo, me hacías a tu imagen
respetando la imagen más profunda que a los dos nos supera
y que tiene que ver con el sentido primero de la muerte.
y me decías náufrago y Ulises
y luego me besabas todo el día.

Jesús Aguado
Mendigo

Lisboa

Antonio Muñoz Molina

«Soñamos la misma ciudad», le había escrito Lucrecia en una de sus últimas cartas, «pero yo la llamo San Sebastián y tú Berlín».
Ahora la llamaba Lisboa: siempre, mucho antes de marcharse a Berlín, desde que Biralbo la conoció, Lucrecia había vivido en el desasosiego y la sospecha de que su verdadera vida estaba esperándola en otra ciudad y entre gentes desconocidas, y eso la hacía renegar sordamente de los lugares donde estaba y pronunciar con desesperación y deseo nombres de ciudades en las que sin duda se cumpliría su destino si alguna vez las visitaba. Durante años lo habría dado todo por vivir en Praga, en Nueva York, en Berlín, en Viena. Ahora el nombre era Lisboa. Tenía folletos en color, recortes de periódicos, un diccionario de portugués, un gran plano de Lisboa en el Biralbo no vio escrita la palabra Burma. «Tengo que ir cuanto antes», le dijo aquella noche, «es como el fin del mundo, imagina lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraran en alta mar y ya no vieran la tierra».
- Iré contigo -dijo Biralbo-. ¿No te acuerdas? Antes hablábamos siempre de huir juntos a una ciudad extranjera.
- Pero tú no te has movido de San Sebastián.
- Estaba esperándote para cumplir mi palabra.
- No se puede esperar tanto.
- Yo he podido.
- Nunca te lo pedí.
[...]


A. Muñoz Molina
El invierno en Lisboa

El viaje - V - Hvar

Jesús Aguado
Tal vez recuerdes tú, como yo los recuerdo,
los días en la isla,
los recuerdes igual de densos y de dulces
mientras oyes pasar las barcas y me dejas

las uvas de tus besos
una a una aplastadas en mi piel.
las campanas sonaban cada noche.
Cada noche, también, una orquesta tocaba
a la orilla del mar
y todas las parejas abrazadas rompían en su orilla.
Vivíamos desnudos y hechizados como un árbol dormido
o un castillo de arena que deshacen las olas.
Recordarás también la biografía de Kavafis que estábamos leyendo.
Y el restaurante aquel donde cenábamos a la luz de las velas,
las botellas temblando, las manos deshaciéndose en las manos.
Y tantas otras cosas sencillas: pasear,
tomar el sol, callarse,
jugar toda la noche a los naufragios.
En la isla de Hvar los ojos se cerraban
del tamaño del centro de la tierra.

Jesús Aguado
Mendigo

El viaje - III - Viena

Jesús Aguado
En Viena nos llovió.
Las tardes las pasábamos en cafés y museos.
- Gustav Klimt, Arcimboldo... -,
bailando un vals cuando escampaba
o jugando a los dados.
Apenas era azul el Danubio, aunque a veces
se vertía en nosotros:
el mar de nuestro amor desviaba su curso
(¿y al hacerlo también el de la historia?).

Allí necesité de todo mi sentido del misterio
para no abandonarte:
alguna voz potente me llamaba a escondidas por la noche,
quizás la del futuro, lugar a donde nunca llegaré,
una voz que brotaba de las sombras, helechos pegajosos, hurones ciegos,
la voz de los insomnes
que pude resistir
porque a mi lado tú
soñabas por los dos y sonreías.

Jesús Aguado
Mendigo

Cristales de Bohemia

Joaquín Sabina


Vine a Praga a romper esta canción
por motivos que no voy a explicarte,
a orillas del Moldava
las olas me empujaban
a dejarte por darte la razón.

En el Puente de Carlos aprendí
a rimar cicatriz con epidemia,
perdiendo los modales:
si hay que pisar cristales,
que sean de bohemia, corazón.

Ay! Praga, Praga… Praga
donde el amor naufraga
en un acordeón.
Ay! Praga, darling, Praga
los condenados pagan
cara su rendeción.

Ay, Praga, Praga, Praga,
dos dedos en la llaga
y un santo en el desván.
Ay! Praga, darling, Praga,
la luna es una daga
manchada de alquitrán.

Vine a Praga a fundar una ciudad
una noche a las diez de la mañana,
subiendo a Mala Strana,
quemando tu bandera
en la frontera de la soledad.

Otra vez a volvernos del revés,
a olvidarte otra vez en cada esquina,
bailando entre las ruinas
por desamor al arte
de regarte las plantas de los pies.

Ay! Praga, Praga… Praga
donde el amor naufraga
en un acordeón.
Ay! Praga, darling, Praga
los condenados pagan
cara su salvación.

Ay! Praga, Praga… Praga
donde la nieve apaga
las ascuas del tablao.
Ay! Praga, darling, Praga
lágrima que se enjuaga
en Plaza Wenceslao.

Ay, Praga, Praga, Praga,
dos dedos en la llaga
y un santo en el desván.
Ay! Praga, darling, Praga,
la luna es una daga
manchada de alquitrán.



Summa Vitae

José Manuel Caballero Bonald

De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas las casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los barrizales suntuosos del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn’Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.

Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.

J.M. Caballero Bonald
Manual de infractores