Berlín

Leonor Watling y Coque Malla



Leonor Watling y Coque Malla

Sombras

Fernando Valverde

Nada he podido hacer para evitar la sangre
que llena tus pisadas sobre un campo de Módena
como un volcán herido vajo el cielo.

Ahora estás en Praga
y confías tu suerte al corazón del río.
- Esos troncos que flotan
tienen la mordedura de la brisa,
dices mientras escuchas sus quejidos
que recuerdan a ti
como un lugar cerrado advierte de una araña.

Todo el mundo hace daño alguna vez,
incluso yo,
que creí sostener entre mis manos
el bien y el mal.

Pero hay plagas que mojan barcos y los árboles
igual que un cazador llena de plomo un rifles.

No entiendes las razones de quien levanta un muro
ni calculas la altura de las torres
para no sospechar su sombra o su caída.

- Quiero volver contigo a esa ciudad,
susurras en Varsovia esperando que nieve.
En un hotel de Amsterdam
pienso que es imposible volver a las ciudades
que son como una espada que atraviesa un deseo.

Puedo verte dormida
mientras los petroleros atraviesan el Bósforo.
En tus sueños,
son inmensas ballenas que convierten el mar
en cascadas de humo.

Sólo yo sé el secreto:
consiste en repetir tus pasos en la nieve
y evitar en la arena mis huellas quebradizas.

Hoy quiero pasear bajo el cielo de Módena
y recoger las uvas que escoltan los insectos
para salvar tu boca de fruta podrida.

Fernando Valverde
Razones para huir de una ciudad con frío

Las calles de Copenhague

Benjamín Prado

Las ciudades no existen pero hablamos de ellas.
Verano en Copenhague. Un monopolio
de luz verde parada en las estatuas
públicas, el bosque en las afueras
que contiene un castillo.
                                     Entre los árboles,
la mañana se enfría
como una bala en el corazón de un animal muerto.

Vemos la duración de la rosa: un jardín
del cementerio antiguo con las tumbas
de Andersen y Søren
Kierdegaard, bajo un cielo
que invita a comprender seriamente la vida.
Aunque,
              tal vez,
                          la vida es mejor comprenderla
como la poesía según Coleridge:
de un modo imperfecto y general.

Hay trenes encendidos
que llenan de metal los corazones tristes
cuando pasan
                       y un puerto que recuerda
los últimos poemas
de Baudelaire - como el ladrón que borra
sus pasos en la nieve, así los escritores
de otro tiempo, nos plagin nuestros libros de ahora.

No existen las ciudades
pero existe una forma de mirarlas.

Así hay barcos que llegan al vernao
de las islas; hay días que establecen
su desorden perfecto
- parecido al desorden en los árboles
de un bosque -. Y observamos
la realidad como el lector viajero
que cruza los países
contemplando el paisaje artificial de un libro.

Yo tenía tres modos de pensar
igual que un árbol en el que hay tres mirlos.

Benjamín Prado
El corazón azul del alumbrado

Fez

Felipe Benítez Reyes

Los dátiles que saben a desierto. Los errátiles
muchachos desdentados que corren tras las mulas
cargadas de naranjas y de jarras de azófar...

¿De qué hondura del tiempo
llegan estas imágenes?

... Esos niños herreros que sonríen a turistas
de kodaks presurosas
mientras el fuego pone el metal al rojo vivo,
igual que el corazón de una gacela,

o esas babuchas doradas sobre las esterillas
en la mezquita de las murmuraciones intercambiadas
entre un hombre y su dios...

¿De qué hondura del tiempo?

Como si el tiempo
existiera tan sólo en el pasado,
al margen de este vértigo imparable.


Felipe Benítez Reyes
Escaparate de Venenos

Amanecer en Lisboa

Ángel Crespo
Dichosos los países que se debaten con sus sombras
y cuyos habitantes miran, se mueven y profieren con dignidad,
y te recuerdan a otros y a ellos mismos
cuando tú andabas preguntando por tu propio país y no tenías patria.

El aire se llena de miradas y vuelos de pájaros
cuando amanece junto a las esquinas
de Lisboa y las torres se desperezan
mientras sus nidos se liberan de plumas
y las campanas y los ruidos de los motores
ponen en movimiento brazos, émbolos, ruedas
y corazones engañados por el sueño.

Una ventana se abre en la Alfama, y después otra y otra más,
y la respiración de los inmuebles
hiede y perfuma al mismo tiempo a las sábanas grandes del aire
que un millón de manos sacude
sobre las calles pombalinas, visitadas por los gorriones
- y las palomas, cómo no: ¿qué culpa tienen ellas de los nombres
y la vida trazada a compás? -,
y en la Plaza de Tal brilla el rocío para bautizarla de nuevo,
y la Avenida de la Libertad no se sonroja, cuando con los ojos
de sus árboles y sus cafés vacíos lle otra vez su nombre,
entre vuelos alegres y asustados de las aves madrugadoras.

Un amigo te está esperando
para llevarte al Castillo de San Jorge
y hablarte de poetas españoles y rimas portuguesas,
y tú cierras los ojos - ya en lo alto del castillo -
para recordar las caídas de tantas tardes
que sabían al café amargo del Chíado y al aceite rancio de un nombre
y a los versos impublicables que te leían a hurtadillas.

Ángel Crespo
Motivos de Anteo

Lasz-Al Sand

Paloma Orozco
Había caído en aquel agujero excavado en medio del desierto,
tenía medio cuerpo sumergido en arena
y sólo podía pensar en el ondulante reptar de las dunas.

Si nunca habéis sentido el abrazo de la arena,
no sabéis que la caricia es mansa,
que la arena tiene manos de terciopelo que guían
con ternura
hacia los abismos del ocre páramo.
No hay nada a lo que asirse,
sólo a la magnífica visión del horizonte de colinas erizadas,
que son olas rígidas e inermes.

Mis pasos me trajeron aquí,
o quizá todo se preparó mucho antes de mis pasos,
antes del viaje,
antes de mi nacimiento.
En algún sitio debió quedar escrito
que yo acabaría así.

Desde mi trampa de arena divisaba la cueva de Zerzura,
mi descrubrimiento.
Poco más que otro incierto agujero en la arena
pero con paredes pintadas de extraños animales y hombres nadando.
Alguna vez el desierto fue navegable,
pero un día la arena lo ocupó todo.
La orilla engulló el mar.

Naufragar en arena es diluirse también.
Deseas abandonarte,
cerrar los ojos y convertirte en tierra.
Pero, antes de eso, ves tu vida desfilar ante ti
como una caravana que atrevesara el horizonte de océano amarillo.
Los recuerdos son pesados camellos
cuyas jorobas oscilan en la línea de la distancia.
Entonces aspiras el aire que huele a esencia y perfume,
a pasteles de almendra y miel,
y regresas a tu infancia en el zoco,
cuando eras un niño pobre que deambulaba por las calles
de una ciudad cautiva de murallas rojizas.
Una ciudad habitada por dentistas callejeros,
aguadores, escribas, trovadores de cuentos,
encantadores de serpientes,
herboristas que ofrecen kohl para los ojos,
barras de suak para los dientes
y kashiniab para los labios,
barberos, acróbatas,
joyeros que enredan piedras preciosas
en el cuello de mujeres como si fueran serpientes doradas,
hechiceros vendedores de talismanes mágicos.

Y ves a tu padre,
un hombre encorvado
empeñado en domesticar el hierro con sus martillos y sopletes
en la plaza de los ahorcados.
Y a tu madre,
que ahoga en colores las telas
dentro de unos pozos llenos de arco iris.
Tu vida pasada crece ante ti,
como un gran fantasma
o un tembloroso espejismo.
Los camellos son los recuerdos,
se van alejando
con sus jorobas flotando en el desierto,
todo se va alejando
y lo único que permanece es el rumor del viento entre las dunas
y la niebla de las ilusiones.
Las inestables arenas
te separan de la quimera de sol y de voces
de la infancia,
y vas desertando de la vida,
mientras las cuencas de los ojos
se llenan de polvo del desierto.

¿Acaso nadie sabrá nunca
que fui yo el que descubrió
el perdido oasis de Zerzura,
el que vio el pájaro blanco que custodiaba la entrada,
en que descubrió las pinturas?

Y un segundo antes de desaparecer para siempre
por la estrecha cintura del reloj de arena,
sueñas aún con otra ciudad
cuyo nombre flota como un velero en el desierto.
Allí, en un palacio de piedras castigadas por el sol,
hay un estanque orillado de palmeras,
donde cada tarde sirven té,
y donde un comerciante de alfombras
vocea su mercancía
con la misma cadencia del muecín cuando llama a la oración.
Allí, todos son de arena,
y al caer la noche se desgranan en el viento
que desordena las dunas y las convierte en olas.

Paloma Orozco Amorós
Memento mori


El invierno es muy triste en los puertos de Europa

Benjamín Prado

El invierno
es
muy triste
en los puertos de Europa,
en Copenhague,
en Londres,
en Marsella.

La oscuridad
de
las
olas
golpea en las dársenas.

Los cargueros
encendidos
abandonan
las islas.

Hay banderas
rojas
y verdes
en la rada.

Pienso en aquella vez que una tormenta
de verano
                  movía los cerezos
del jardín
                  y la luna
de agosto,
                  horas más tarde,
                                             iluminaba
los pequeños planetas caídos de la fruta.
A lo lejos el sol se pone en mi interior.
El invierno es muy triste en los puertos de Europa,
en Copenhague,
en Londres,
en Marsella,
siempre que estoy sin ti.

Benjamín Prado
El corazón azul del alumbrado

La ciudad de las delicias

Sergio DeCopete y García

Joven de diecinueve años y una habitación perdida,
muy pobre, en el centro más antiguo de Barcelona.
Desnudo abre la ventana y así respira
algo del gentío que madruga, de las labores,
del frescor de la mañana y de sus sueños.
Y es que son éstas las únicas horas
en que su alma descansa, en que su cuerpo
sen entrega al esfuerzo del deporte
y más tarde se sumerge en los textos en griego,
en castellano, en las sabias palabras.

Pero ¡ay! en cambio el anuncio de la tarde,
cuando las horas bajan y reposan y los colores
ceden sus energías a los jóvenes cuerpos.
¡Ay! el sopor del atardecer, tan delicado,
y la conversación distendida en los cafés,
el aroma de las flores, la algarabía de las ramblas.
Qué encantador y pintoresco resulta todo,
qué inofensivo, qué inocente.

Pero el muchacho, aunque extranjero,
conoce Barcelona mejor que muchos.
Sabe que la sonrisa de quince años que ciudad enseña,
que el leve rubor, que el brillo de sus ojillos,
no son, en absoluto, inocentes, que algo esconden,
y la ciudad, como él, espera impaciente - tiembla de excitación -
los gestos extasiados, los cuerpos entregados que, junto a la noches,
a vicios y placeres se entregan sin reparos.


Sergio DeCopete y García
La ciudad de las delicias

Los adioses elegidos

Fernando León de Aranoa

En la estación de Vitebsk, entre un puesto pequeño de souvernirs y un estanco en el venden tabaco para liar Occidental Fuerte, hay un comercio de despedidas. Allí, los viajeros solitarios eligen la que mejor se acomodará a su partida de acuerdo con su estado de ánimo y con sus posibilidades económicas.

Por una cantidad ciertamente razonable, en él se puede encontrar desde el apretón de manos formal y económico de un conocido reciente hasta el abrazo sincero de un amigo muy querido; también la despedida emocionada en el andén de una familia al completo, con sus abrígate mucho y sus llama cuando llegues, sus lamentos y su llanto inconsolable, en el que se empeñan a conciencia cinco intérpretes de sólida formación actoral y diferentes edades.
La despedida más solicitada es sin embargo el beso con abrazo prolongado de una bella enamorada. Su ternura susurrada deja en nuestra solapa un leve rastro de jazmines que tarda varios kilómetros en desaparecer. Promesas de inmediato reencuentro, juramentos de fidelidad y llamada diaria, se acompañan de los lógicos reproches por la indeseada partida, que conceden verosimilitud a la escena.
Por un insignificante suplemento, la enamorada caminará unos metros por el andén en paralelo al tren, con su mirada emboscada en la nuestra, pronunciando palabras de amor que no podremos escuchar, porque lo impedirá el traqueteo creciente del tren y la indudable emoción del momento.
El arrullo de los adioses elegidos acompaña a los viajeros buena parte del trayecto, reconfortando su sueño con una levemente dolorosa, aunque necesaria, sensación de desarraigo.

F. León de Aranoa
Aquí yacen dragones