Amanecer en Lisboa

Ángel Crespo
Dichosos los países que se debaten con sus sombras
y cuyos habitantes miran, se mueven y profieren con dignidad,
y te recuerdan a otros y a ellos mismos
cuando tú andabas preguntando por tu propio país y no tenías patria.

El aire se llena de miradas y vuelos de pájaros
cuando amanece junto a las esquinas
de Lisboa y las torres se desperezan
mientras sus nidos se liberan de plumas
y las campanas y los ruidos de los motores
ponen en movimiento brazos, émbolos, ruedas
y corazones engañados por el sueño.

Una ventana se abre en la Alfama, y después otra y otra más,
y la respiración de los inmuebles
hiede y perfuma al mismo tiempo a las sábanas grandes del aire
que un millón de manos sacude
sobre las calles pombalinas, visitadas por los gorriones
- y las palomas, cómo no: ¿qué culpa tienen ellas de los nombres
y la vida trazada a compás? -,
y en la Plaza de Tal brilla el rocío para bautizarla de nuevo,
y la Avenida de la Libertad no se sonroja, cuando con los ojos
de sus árboles y sus cafés vacíos lle otra vez su nombre,
entre vuelos alegres y asustados de las aves madrugadoras.

Un amigo te está esperando
para llevarte al Castillo de San Jorge
y hablarte de poetas españoles y rimas portuguesas,
y tú cierras los ojos - ya en lo alto del castillo -
para recordar las caídas de tantas tardes
que sabían al café amargo del Chíado y al aceite rancio de un nombre
y a los versos impublicables que te leían a hurtadillas.

Ángel Crespo
Motivos de Anteo

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