Las calles de Copenhague

Benjamín Prado

Las ciudades no existen pero hablamos de ellas.
Verano en Copenhague. Un monopolio
de luz verde parada en las estatuas
públicas, el bosque en las afueras
que contiene un castillo.
                                     Entre los árboles,
la mañana se enfría
como una bala en el corazón de un animal muerto.

Vemos la duración de la rosa: un jardín
del cementerio antiguo con las tumbas
de Andersen y Søren
Kierdegaard, bajo un cielo
que invita a comprender seriamente la vida.
Aunque,
              tal vez,
                          la vida es mejor comprenderla
como la poesía según Coleridge:
de un modo imperfecto y general.

Hay trenes encendidos
que llenan de metal los corazones tristes
cuando pasan
                       y un puerto que recuerda
los últimos poemas
de Baudelaire - como el ladrón que borra
sus pasos en la nieve, así los escritores
de otro tiempo, nos plagin nuestros libros de ahora.

No existen las ciudades
pero existe una forma de mirarlas.

Así hay barcos que llegan al vernao
de las islas; hay días que establecen
su desorden perfecto
- parecido al desorden en los árboles
de un bosque -. Y observamos
la realidad como el lector viajero
que cruza los países
contemplando el paisaje artificial de un libro.

Yo tenía tres modos de pensar
igual que un árbol en el que hay tres mirlos.

Benjamín Prado
El corazón azul del alumbrado

Fez

Felipe Benítez Reyes

Los dátiles que saben a desierto. Los errátiles
muchachos desdentados que corren tras las mulas
cargadas de naranjas y de jarras de azófar...

¿De qué hondura del tiempo
llegan estas imágenes?

... Esos niños herreros que sonríen a turistas
de kodaks presurosas
mientras el fuego pone el metal al rojo vivo,
igual que el corazón de una gacela,

o esas babuchas doradas sobre las esterillas
en la mezquita de las murmuraciones intercambiadas
entre un hombre y su dios...

¿De qué hondura del tiempo?

Como si el tiempo
existiera tan sólo en el pasado,
al margen de este vértigo imparable.


Felipe Benítez Reyes
Escaparate de Venenos

Amanecer en Lisboa

Ángel Crespo
Dichosos los países que se debaten con sus sombras
y cuyos habitantes miran, se mueven y profieren con dignidad,
y te recuerdan a otros y a ellos mismos
cuando tú andabas preguntando por tu propio país y no tenías patria.

El aire se llena de miradas y vuelos de pájaros
cuando amanece junto a las esquinas
de Lisboa y las torres se desperezan
mientras sus nidos se liberan de plumas
y las campanas y los ruidos de los motores
ponen en movimiento brazos, émbolos, ruedas
y corazones engañados por el sueño.

Una ventana se abre en la Alfama, y después otra y otra más,
y la respiración de los inmuebles
hiede y perfuma al mismo tiempo a las sábanas grandes del aire
que un millón de manos sacude
sobre las calles pombalinas, visitadas por los gorriones
- y las palomas, cómo no: ¿qué culpa tienen ellas de los nombres
y la vida trazada a compás? -,
y en la Plaza de Tal brilla el rocío para bautizarla de nuevo,
y la Avenida de la Libertad no se sonroja, cuando con los ojos
de sus árboles y sus cafés vacíos lle otra vez su nombre,
entre vuelos alegres y asustados de las aves madrugadoras.

Un amigo te está esperando
para llevarte al Castillo de San Jorge
y hablarte de poetas españoles y rimas portuguesas,
y tú cierras los ojos - ya en lo alto del castillo -
para recordar las caídas de tantas tardes
que sabían al café amargo del Chíado y al aceite rancio de un nombre
y a los versos impublicables que te leían a hurtadillas.

Ángel Crespo
Motivos de Anteo

Lasz-Al Sand

Paloma Orozco
Había caído en aquel agujero excavado en medio del desierto,
tenía medio cuerpo sumergido en arena
y sólo podía pensar en el ondulante reptar de las dunas.

Si nunca habéis sentido el abrazo de la arena,
no sabéis que la caricia es mansa,
que la arena tiene manos de terciopelo que guían
con ternura
hacia los abismos del ocre páramo.
No hay nada a lo que asirse,
sólo a la magnífica visión del horizonte de colinas erizadas,
que son olas rígidas e inermes.

Mis pasos me trajeron aquí,
o quizá todo se preparó mucho antes de mis pasos,
antes del viaje,
antes de mi nacimiento.
En algún sitio debió quedar escrito
que yo acabaría así.

Desde mi trampa de arena divisaba la cueva de Zerzura,
mi descrubrimiento.
Poco más que otro incierto agujero en la arena
pero con paredes pintadas de extraños animales y hombres nadando.
Alguna vez el desierto fue navegable,
pero un día la arena lo ocupó todo.
La orilla engulló el mar.

Naufragar en arena es diluirse también.
Deseas abandonarte,
cerrar los ojos y convertirte en tierra.
Pero, antes de eso, ves tu vida desfilar ante ti
como una caravana que atrevesara el horizonte de océano amarillo.
Los recuerdos son pesados camellos
cuyas jorobas oscilan en la línea de la distancia.
Entonces aspiras el aire que huele a esencia y perfume,
a pasteles de almendra y miel,
y regresas a tu infancia en el zoco,
cuando eras un niño pobre que deambulaba por las calles
de una ciudad cautiva de murallas rojizas.
Una ciudad habitada por dentistas callejeros,
aguadores, escribas, trovadores de cuentos,
encantadores de serpientes,
herboristas que ofrecen kohl para los ojos,
barras de suak para los dientes
y kashiniab para los labios,
barberos, acróbatas,
joyeros que enredan piedras preciosas
en el cuello de mujeres como si fueran serpientes doradas,
hechiceros vendedores de talismanes mágicos.

Y ves a tu padre,
un hombre encorvado
empeñado en domesticar el hierro con sus martillos y sopletes
en la plaza de los ahorcados.
Y a tu madre,
que ahoga en colores las telas
dentro de unos pozos llenos de arco iris.
Tu vida pasada crece ante ti,
como un gran fantasma
o un tembloroso espejismo.
Los camellos son los recuerdos,
se van alejando
con sus jorobas flotando en el desierto,
todo se va alejando
y lo único que permanece es el rumor del viento entre las dunas
y la niebla de las ilusiones.
Las inestables arenas
te separan de la quimera de sol y de voces
de la infancia,
y vas desertando de la vida,
mientras las cuencas de los ojos
se llenan de polvo del desierto.

¿Acaso nadie sabrá nunca
que fui yo el que descubrió
el perdido oasis de Zerzura,
el que vio el pájaro blanco que custodiaba la entrada,
en que descubrió las pinturas?

Y un segundo antes de desaparecer para siempre
por la estrecha cintura del reloj de arena,
sueñas aún con otra ciudad
cuyo nombre flota como un velero en el desierto.
Allí, en un palacio de piedras castigadas por el sol,
hay un estanque orillado de palmeras,
donde cada tarde sirven té,
y donde un comerciante de alfombras
vocea su mercancía
con la misma cadencia del muecín cuando llama a la oración.
Allí, todos son de arena,
y al caer la noche se desgranan en el viento
que desordena las dunas y las convierte en olas.

Paloma Orozco Amorós
Memento mori


El invierno es muy triste en los puertos de Europa

Benjamín Prado

El invierno
es
muy triste
en los puertos de Europa,
en Copenhague,
en Londres,
en Marsella.

La oscuridad
de
las
olas
golpea en las dársenas.

Los cargueros
encendidos
abandonan
las islas.

Hay banderas
rojas
y verdes
en la rada.

Pienso en aquella vez que una tormenta
de verano
                  movía los cerezos
del jardín
                  y la luna
de agosto,
                  horas más tarde,
                                             iluminaba
los pequeños planetas caídos de la fruta.
A lo lejos el sol se pone en mi interior.
El invierno es muy triste en los puertos de Europa,
en Copenhague,
en Londres,
en Marsella,
siempre que estoy sin ti.

Benjamín Prado
El corazón azul del alumbrado

La ciudad de las delicias

Sergio DeCopete y García

Joven de diecinueve años y una habitación perdida,
muy pobre, en el centro más antiguo de Barcelona.
Desnudo abre la ventana y así respira
algo del gentío que madruga, de las labores,
del frescor de la mañana y de sus sueños.
Y es que son éstas las únicas horas
en que su alma descansa, en que su cuerpo
sen entrega al esfuerzo del deporte
y más tarde se sumerge en los textos en griego,
en castellano, en las sabias palabras.

Pero ¡ay! en cambio el anuncio de la tarde,
cuando las horas bajan y reposan y los colores
ceden sus energías a los jóvenes cuerpos.
¡Ay! el sopor del atardecer, tan delicado,
y la conversación distendida en los cafés,
el aroma de las flores, la algarabía de las ramblas.
Qué encantador y pintoresco resulta todo,
qué inofensivo, qué inocente.

Pero el muchacho, aunque extranjero,
conoce Barcelona mejor que muchos.
Sabe que la sonrisa de quince años que ciudad enseña,
que el leve rubor, que el brillo de sus ojillos,
no son, en absoluto, inocentes, que algo esconden,
y la ciudad, como él, espera impaciente - tiembla de excitación -
los gestos extasiados, los cuerpos entregados que, junto a la noches,
a vicios y placeres se entregan sin reparos.


Sergio DeCopete y García
La ciudad de las delicias