Paloma Orozco
Había caído en aquel agujero excavado en medio del desierto,
tenía medio cuerpo sumergido en arena
y sólo podía pensar en el ondulante reptar de las dunas.

Si nunca habéis sentido el abrazo de la arena,
no sabéis que la caricia es mansa,
que la arena tiene manos de terciopelo que guían
con ternura
hacia los abismos del ocre páramo.
No hay nada a lo que asirse,
sólo a la magnífica visión del horizonte de colinas erizadas,
que son olas rígidas e inermes.
Mis pasos me trajeron aquí,
o quizá todo se preparó mucho antes de mis pasos,
antes del viaje,
antes de mi nacimiento.
En algún sitio debió quedar escrito
que yo acabaría así.
Desde mi trampa de arena divisaba la cueva de Zerzura,
mi descrubrimiento.
Poco más que otro incierto agujero en la arena
pero con paredes pintadas de extraños animales y hombres nadando.
Alguna vez el desierto fue navegable,
pero un día la arena lo ocupó todo.
La orilla engulló el mar.
Naufragar en arena es diluirse también.
Deseas abandonarte,

cerrar los ojos y convertirte en tierra.
Pero, antes de eso, ves tu vida desfilar ante ti
como una caravana que atrevesara el horizonte de océano amarillo.
Los recuerdos son pesados camellos
cuyas jorobas oscilan en la línea de la distancia.
Entonces aspiras el aire que huele a esencia y perfume,
a pasteles de almendra y miel,
y regresas a tu infancia en el zoco,
cuando eras un niño pobre que deambulaba por las calles
de una ciudad cautiva de murallas rojizas.
Una ciudad habitada por dentistas callejeros,
aguadores, escribas, trovadores de cuentos,
encantadores de serpientes,
herboristas que ofrecen
kohl para los ojos,
barras de
suak para los dientes
y
kashiniab para los labios,
barberos, acróbatas,
joyeros que enredan piedras preciosas
en el cuello de mujeres como si fueran serpientes doradas,
hechiceros vendedores de talismanes mágicos.
Y ves a tu padre,
un hombre encorvado
empeñado en domesticar el hierro con sus martillos y sopletes
en la plaza de los ahorcados.
Y a tu madre,

que ahoga en colores las telas
dentro de unos pozos llenos de arco iris.
Tu vida pasada crece ante ti,
como un gran fantasma
o un tembloroso espejismo.
Los camellos son los recuerdos,
se van alejando
con sus jorobas flotando en el desierto,
todo se va alejando
y lo único que permanece es el rumor del viento entre las dunas
y la niebla de las ilusiones.
Las inestables arenas
te separan de la quimera de sol y de voces
de la infancia,
y vas desertando de la vida,
mientras las cuencas de los ojos
se llenan de polvo del desierto.
¿Acaso nadie sabrá nunca
que fui yo el que descubrió
el perdido oasis de Zerzura,
el que vio el pájaro blanco que custodiaba la entrada,
en que descubrió las pinturas?
Y un segundo antes de desaparecer para siempre
por la estrecha cintura del reloj de arena,
sueñas aún con otra ciudad
cuyo nombre flota como un velero en el desierto.
Allí, en un palacio de piedras castigadas por el sol,
hay un estanque orillado de palmeras,
donde cada tarde sirven té,
y donde un comerciante de alfombras
vocea su mercancía
con la misma cadencia del muecín cuando llama a la oración.
Allí, todos son de arena,
y al caer la noche se desgranan en el viento
que desordena las dunas y las convierte en olas.
Paloma Orozco Amorós
Memento mori