Las ciudades invisibles. I

Italo Calvino

No es que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el emperador de los tártaros sigue escuchando al joven veneciano con más curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar; que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguía discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.

Italo Calvino

Las ciudades invisibles

Los bancos junto al Támesis

Berna Wang
Los bancos junto al Támesis
llevan cada uno escrito
el nombre de un muerto
en el respaldo.
Pasan los barcos con macetas de colores,
florecidas.
Pasan los cisnes
y los niños,
los perros y los viejos.
Camino despacio,
leyendo
uno a uno los nombres de todos los muertos
junto al Támesis.

Berna Wang
Pequeños accidentes caseros

Going to a town

Rufus Wainwright


I'm going to a town that has already been burned down
I'm going to a place that is already been disgraced
I'm gonna see some folks who have already been let down.
I'm so tired of America

I'm gonna make it up for all of the Sunday Times
I'm gonna make it up for all of the nursery rhymes
They never really seem to want to tell the truth
I'm so tired of you America

Making my own way home
Ain't gonna be alone
I've got a life to lead America
I've got a life to lead

(Tell me)
Do you really think you go to hell for having loved?
(Tell me)
And not for thinking every thing that you've done is good
(I really need to know)
After soaking the body of Jesus Christ in blood

I'm so tired of America
(I really need to know)
I may just never see you again or might as well
You took advantage of a world that loved you well
I'm going to a town that has already been burned down
I'm so tired of you America

Making my own way home
Ain't gonna be alone
I've got a life to lead America
I've got a life to lead
I've got a soul to feed
I've got a dream to heed
And that's all I need

Making my own way home
Ain't gonna be alone
I'm going to a town that has already been burned down

Rufus Wainwright

Río Éufrates, Siria

Carmelo Sánchez Muros

¿De dónde llega esta corriente lenta? ¿A dónde va, reptando por barrancos, desiertos y mesetas, para saciar la sed del dátil y la cabra? ¿Qué encontrará en su curso fluvial inagotable? Ha menguado el caudal. La torre que vigila imprevistas crecidas, se vence sobre el lecho de los bancos de arena, que han surgido del fondo bajo el sol implacable. Hay un niño que salta y zambulle su cuerpo en las aguas pacíficas que remansa la orilla. Bebe un pájaro errante posado en un ribazo. Abrasa el astro incendiando el paisaje: tanta luz, un castigo para el ojo sediento.

Quien nombra el río, al Paraíso Terrenal invoca, ya que marcó los límites del Edén que habitaron muestros primeros padres (simios, u hombres ya), desnudos pecadores, que iniciaran la estirpe que el Génesis relata. Miro las aguas pasar sin detenerse. Van buscando su origen movedizo y profundo, y arrastran las imágenes que las aguas diluyen... Raqqah, en la distancia eleva su muralla.

Carmelo Sánchez Muros

Memorias de Siete Leguas

Postal de Praga

Fernando Valverde
Quiero traerte al mundo que conozco,
a mi mundo de voces y fantasmas,
de ciudades que tienen un rincón
donde buscar la muerte.

Mi mundo es tan oscuro sin el tuyo...

Ahora miro al Moldava,
el agua se suicida en cada margen,
la ciudad está quieta,
es un dolor gris sin dioses ni esperanza,
muchas guerras después
aquí la gente huye
de cualquier ilusión pronosticable
y el cuerpo se contagia
de un temblor parecido a la humedad.

Las paredes son grises como el humo,
hay un final después de las palabras
que parece romperse.

Y en Vysehrad se mueren las palomas,
el invierno es tan frío que resulta
una herida en las manos y en los pies.

Pero aquí nadie tiembla, todos saben
que es cuestión de fortuna y de equilibrio.
Todos creen en la espera.
Y el dolor se acostumbra,
el tiempo se acostumbra,
el miedo y la tristeza se acostumbran
a vivir sin rencor.
Nada tiende a romperse, todo queda
empapado después de una tormenta,
de una frágil tormenta que sostiene
un milagro de voces,
un dolor tan amargo como el frío.

Fernando Valverde

Razones para huir de una ciudad con frío

De la ciudad

Álvaro Mutis



¿Quién ve a la entrada de la ciudad
la sangre vertida por antiguos guerreros?
¿Quién oye el golpe de las armas
y el chapoteo nocturno de las bestias?
¿Quién guía la columna de humo y dolor
que dejan las batallas al caer la tarde?
Ni el más miserable, ni el más vicioso
ni el más débil y olvidado de los habitantes
recuerda algo de esta historia.

Hoy, cuando al amanecer crece en los parques
el olor de los pinos recién cortados,
ese aroma resinoso y brillante
como el recuerdo vago de una hembra magnífica
o como el dolor de una bestia indefensa,
hoy, la ciudad se entrega de lleno
a su niebla sucia y a sus ruidos cotidianos.

Y, sin embargo, el mito está presente,
subsiste en los mismos rincones donde los mendigos
inventan una temblorosa cadena de placer,
en los altares que muerde la polilla
y cubre el polvo con manso y terso olvido,
en las puertas que se abren de repente
para mostrar al sol un opulento torso
de mujer que despierta entre naranjos
- blanda fruta muerta, aire vano de alcoba.

En la paz del mediodía, en las horas del alba,
en los trenes soñolientos cargados de animales
que lloran las ausencias de sus crías,
allí está el mito perdido, irrescatable, estéril.

Álvaro Mutis

Los elementos del desastre

Allí nos veremos (Cantábrico)


Electra
La niña de los siete corazones




Istajar

William Beckford

En el límite del territorio de los abásidas, cuya capital es Samara, se encuentra el palacio en ruinas de Istajar. Se llega a él a través de un valle muy profundo y a la entrada dos rocas imponentes forman una especie de portal. En lo alto de las laderas de las montañas que rodean el valle se divisan las fachadas resplandecientes de los antiguos mausoleos reales. Pero el valle está hoy prácticamente deshabitado y las dos aldeas que hay en él están abandonadas.
Lo más impresionante del palacio de Istajar es la gran terraza de las atalayas, un espacio liso de mármol negro donde no crece ni una brizna de hierba. En el flanco derecho se alzan innumerables atalayas, hoy sin techo y pobladas por las aves nocturnas; su estilo arquitectónico no se encuentra en ningún otro lugar de la tierra. Las ruinas del inmenso palacio son famosas por las figuras talladas y repujadas. Estas esculturas representan cuatro animales colosales mitad leopardo, mitad grifo, capaces de estremecer el corazón del viajero más intrépido.
Istajar fue construido por Suleimán ben Daud, con la ayuda de espíritus y genios. En la cúspide de su gloria, el palacio fue la más magnífica de las creaciones del reino de Suleimán. Pero, al construirlo, Suleimán había ofendido a la majestad divina y su obra maestra fue destruida por el trueno.
Las misteriosas recámaras que se encuentran bajo las terrazas de Istajar están habitadas por genios malvados que obedecen las órdenes de un demonio llamado Iblis. El viajero que se aventure en este reino subterráneo descubrirá un vasto salón abovedado con columnas y arcadas. El suelo está cubierto de polvo de oro y azafrán mezclado con hierbas aromáticas. Verá las mesas preparadas para el festín de los genios y a los genios que danzan al son de una música lasciva. Una multitud de personajes entra y sale del salón apretándose el corazón con la mano derecha, ignorantes de todo lo que ocurre a su alrededor y llevando en sus rostros la lívida palidez de la muerte y en sus ojos ese destello fosforescente que a veces se observa de noche en los cementerios.
Existen salones aún más recónditos donde se guardan los tesoros de los sultanes preadamitas que otrora gobernaron la tierra. Allí reúne Iblis su corte, sentado en un globo de fuego, en un tabernáculo rodeado de largos cortinajes de brocado carmesí y oro. Tiene la apariencia física de un hombre joven pero su mirada refulge con una mezcla de orgullo y desesperación. Con una mano, herida por el trueno, sostiene el cetro de hierro con el cual controla a los afrits y demás demonios de las profundidades. Del tabernáculo parte un corredor que conduce a un salón con techo en forma de cúpula y en cuyas paredes se suceden cincuenta puertas de bronce con otras tantas cerraduras de hierro. En el interior yacen los cuerpos de los reyes preadamitas en lechos de cedro imperecedero; todavía alienta en ellos vida suficiente como para darse cuenta del estado miserable al que han sido reducidos. Aquí yace también el constructor de Istajar, mitad vivo, mitad muerto, como sus antepasados.

William Beckford

Vathek

Samara


Samara es la capital y ciudad más grande del imperio abásida, en el Cercano Oriente. Domina la ciudad el vasto palacio de Alkoremi, erigido en la Colina de los Caballos Píos. El edificio originalfue levantado por el califa Motassem, hijo de Harún al Rachid, pero debe su forma actual al hijo de Motassem, Vathek, el Noveno Califa. Vathek consideró que el palacio, tal como estaba, no era adecuado para los placeres que buscaba y añadió otras cinco alas, auténticos palacios en sí mismas, y cada una de ellas dedicada al deleite de cada uno de los cinco sentidos.
El Palacio del Festín Continuo o El Insaciable está consagrado al gusto. Sus mesas están cubiertas noche y día de los más exquisitos manjares, y manan de cien fuentes inagotables los más deliciosos vinos y licores.
El Templo de la Melodía o El Néctar del Alma es la morada de los poetas y músicos más dotados de todo el país. No se limitan a ofrecer su arte en los salones del palacio, sino que circulan por toda la capital y entretienen al pueblo con su música y sus versos.
El palacio llamado Delicias de los Ojos o Sustento de la Memoria alberga una inmensa colección de curiosidades provenientes de todos los rincones del globo, desde estatuas que parecen tener vida a vastas colecciones de historia natural.
En los salones del Palacio de los Perfumes, también llamado Incitación la Voluptuosidad, arde en incensarios de oro una gran variedad de aceites perfumados. Los que se sientan agobiados por el efecto de los perfumes pueden salir a un amplio jardín lleno de flores fragantes y descansar en él sus sentidos estimulados en exceso.
Finalmente, el Reducto de la Alegría, o El Peligroso, es la morada de jóvenes mujeres, hermosas como huríes, que reciben a cada viajero con las caricias que espera.
Pero el Noveno Califa era también famoso por su amor al conocimiento y sus discusiones con los hombres más sabios de la corte. Al final de su vida, Vathek se inclinó por las argumentaciones teológicas y comenzó a levantar una inmensa torre para conocer los secretos del cielo. El profeta Mahoma, extrañado por la temeridad teológica del Califa, ordenó a sus genios que continuaran la construcción por las noches para ver hasta dónde llegaba la impía necedad de Vathek. Los genios obedecieron y agregaban dos codos por cada uno que levantaban los obreros del Califa, de modo que la torre alcanzó pronto su altura definitiva de once mil escalones. Además de observatorio, la torre es también una cárcel; en los pisos inferiores se encierra a los prisioneros del reino detrás de siete rejas de hierro cuyos barrotes como lanzas apuntan en todas direcciones. Tras los muros hay escaleras y pasajes secretos y una colección de momias robadas por Carathis, la madre de Vathek, de las tumbas de los antiguos faraones.
Carathis ordenó construir una galería secreta para guardar su coleccón de venenos y otras horribles rarezas. Como era adepta a la astrología, no tardó en desarrollar un cierto gusto por artes más siniestras y trató de comunicarse con los poderes del infierno. Llevó a cabo sacrificios humanos en lo alto de la torre y ceremonias oficiadas solamente por la princesa y su séquito de negros mudos, todos ellos tuertos de un ojo.
Vathek fue en un principio un gobernante popular, pero su deseo de poder y de conocimientos lo llevó por extraños caminos, y fue perdiendo popularidad. Sacrificó a varios niños para apaciguar a los poderes infernales y cuando se fue a Istajar estalló una revuelta en la capital. Vathek jamás regresó de su viaje.

William Beckford

Vathek

Fakreddín


Entre Samara y el palacio en ruinas de Istajar se extiende el hermoso valle de Fakreddín, así llamado en honor al emir que lo gobierna desde tiempos inmemoriales. Floridos matorrales bordean el valle, cubierto en parte por un bosque de palmeras que dan sombra a un gracioso edificio coronado de cúpulas airosas. En cada una de sus nueve puertas de bronce está escrito: "He aquí el asilo de los peregrinos, el refugio de los viajeros y el lugar donde reposan los secretos de todos los países del mundo."
Una vez en el interior, bajo una vasta bóveda iluminada por lámparas de cristal de roca, se obsequia a los huéspedes con helados servidos en copas del mismo cristal y otras mil delicias, desde arroz hervido en leche de almendras hasta sopa de azafrán.
Un fino velo de seda rosada disimula la entrada a los baños ovales de pórfido y al harén.
El valle es es lugar donde se dan cita todos los santos errantes procedentes del Oriente Medio y aun de más lejos, de la India. Los tullidos y los que padecen todas las enfermedades imaginables también acuden allí, seguros de que el emir y su séquito aliviarán su sufrimiento.
Rodeado de desiertos, el valle de Fakreddín es como una esmeralda embutida en plomo. Es, a decir verdad, un lugar tan placentero que hay quienes afirman que las nubes del oeste son las cúpulas de Shadukian y Ambreabad, moradas de los peris, unos seres delicados, adorables, élficos, que guían a los puros de espíritu en su camino hacia el cielo.

William Beckford

Vathek


Un Violinista Ciego en Central Park

Fernando Valverde
Ajeno a las banderas del otoño.

No tienen corazón el lago ni el paisaje,
son un rincón de viento sin conciencia.

También son geométricas las manos y el oído,
heridas de edificios que sostiene la espalda
de aquel que los presiente, y pesan, y se escurren,
como todas las cosas que no pueden mirarse.

En esta soledad de diecisiete
millones de habitantes por las calles.

Ajeno a sus banderas,
el otoño prefiere los rincones
en los que nadie sabe la altura del asfalto.

Fernando Valverde

Razones para huir de una ciudad con frío

Sevilla


A cambio de los paseos por tus callejuelas
- y brillaba la luna como en un decorado,
y era cálida y rara -,
por tus plazas con fuentes y con niños mendigos,
por los atardeceres sobre el río moribundo;
en pago a los obsequios de tu noche morada
en que las estrellas eran dioses de nieve,
a cambio de tus amaneceres sobre el parque
cuando volvía a casa con un vaso en la mano,
a cambio de esos regalos, insignificantes
y preciosos como una vida, yo
te doy mi juventud.

Que los años, si quieren, me lleven
a lugares oscuros, lejos de ti,
ciudad del sol y las demás estrellas.
Pero recuerda: te doy mi juventud.

Cuando regrese y pise tus alfombras invisibles
hechas de luz y de jazmines muertos,
¿me darás tú la imagen de estos años,
perdidos en tu honor, que son de oro?

Hoy recuerdo tus lunas aladas fugitivas.

Felipe Benítez Reyes

Los Vanos Mundos

Çatalhöyük

Hace nueve mil años, en el poblado de Çatalhöyük, las casas no tenían ni puertas ni ventanas, y entre las casas no existían calles. La gente iba de un lado a otro a través de los tejados, y entraban y salían por el techo, por el mismo agujero que dejaba escapar el humo y el hollín de la cocina.


Cada casa albergaba bajo el suelo un linaje de muertos. A veces, en verano, el hedor alcanzaba los pisos altos, pero hombres y mujeres saludaban aquella podredumbre con humilde respeto. Eran sus muertos, no debían

abandonarlos. Por lo demás, sabemos poca cosa de su vida. Disponían de útiles líticos finamente pulidos, y habían domesticado cereales y ovejas. Cazaban cerdos y caballos salvajes y sabían servirse de las plantas silvestres. Ignoramos

en qué creían, pero se han encontrado grandes toros pintados en los muros y corpulentas diosas de piedra entronizadas, supuestamente restos de un viejo culto a la fetilidad.

Los arqueólogos andan despistados. ¿Reinaba un patriarcado o un matriarcado en aquella sociedad de ocho mil almas? Análisis de restos de hollín en las costillas indican que hombres y mujeres permanecían el mismo tiempo dentro de sus casas,

y un estudio exhaustivo de los dientes revela que sus dietas no diferían mucho.

Eso es lo que la Ciencia puede decir. Y yo sospecho:

Entre aquellas paredes, encima de los muertos, los ojos eran negros y brillantes como esquirlas de obsidiana, las manos se habían vuelto sabias sobre la húmeda arcilla de las vasijas hechas para guardar semillas,

en las noches de calor, muchos salían a dormir al tejado, dejándose mecer del dulce espanto que causan desde siempre la oscuridad y las estrellas,

mujeres y hombres con los mismo ojos, las mismas manos, el mismo placer al hundirlas en la harina, la misma espera ansiosa de la lluvia en la estación propicia,

el mismo compasivo respeto por los muertos

las mismas preguntas silenciosas cada noche mirando el espacio estrellado

y el mismo terror.

Ana Isabel Conejo

Atlas

Mis viajes: normas


Sólo ir a lugares donde vive un amigo
que me dé la bienvenida.

Viajar a un lugar soñado sólo
con quien es capaz de compartir mi sueño.

Y a ciertas ciudades, como París,
no ir nunca si no es con quien amo.

Berna Wang

Pequeños accidentes caseros


Quiet town

Josh Rouse

I know somewhere there is a party going down.
Interesting people; conversation to be found.
I've lived in cities where there is no solitude,
made some friends there that I hope I'll never lose.
But, for now, I want to stay in this quiet town.
The neighbors on my block, they've got stories to tell.
"This is the grocery who once was a hotel."
"And Mr. Driskle he just stands there with his smile, inviting everyone he sees to come inside."
This is the life I want to live in a quiet town.
Ohhh, sometimes I miss the shows I loved a long time ago.
Ohhh, sometimes I miss the shows I loved a long time ago.
Come Sunday morning there's a market on the square.
Children are playing, bells are ringing in the air.
Old men are drinking, it's a lazy afternoon; content with thinking that there is nothing to do.
So for now, I'm gonna stay in this quiet town.
In this quiet town.
In this quiet town.


La Ciudad


Dices: «Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pués cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.

Donde vuelvo mis ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí».

No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques - no la hay -,

La vida que aquí perdiste la has destruído en toda la tierra.

Konstantino Kavafis

En Florencia, en un rincón de vía San Zanoas, el tiempo parece detenido


Fernando Valverde
Esta ciudad de siglos y el naufragio
que procuró a la piel de la tristeza
permanece en la lluvia de un recuerdo.

(Los años que han pasado la han traído
otras veces después como perdida
a este lugar lejano y tan difícil)

Mi madre la miraba con ojos derrotados,
parecía buscar un lugar apacible,
un minuto de paz donde llorar sin cotas.

(Siempre supo creer las historias más simples,
seguro que la tuvo prevista como un náufrago
prevé el fín del océano)

Pero la lluvia torpe, llegó para quedarse,
derribó una ciudad más nuestra que nosotros,
tuvo en las mano cuerpos que nunca se entregan.

Y el silencio dejó un final predecible,
el frío en la ciudad, los charcos en la acera,
y una luz que no supo convertirse en un faro.

Fernando Valverde

Razones para huir de una ciudad con frío


Chicago

Sufjan Stevens



I fell in love again
all things go, all things go
drove to Chicago
all things know, all things know
we sold our clothes to the state
I don't mind, I don't mind
I made a lot of mistakes
in my mind, in my mind

you came to take us
all things go, all things go
to recreate us
all things grow, all things grow
we had our mindset
all things know, all things know
you had to find it
all things go, all things go

I drove to New York
in the van, with my friend
we slept in parking lots
I don't mind, I don't mind

I was in love with the place
in my mind, in my mind
I made a lot of mistakes
in my mind, in my mind

you came to take us...


If I was crying
in the van, with my friend
it was for freedom
from myself and from the land
I made a lot of mistakes...

you came to take us...

Sufjan Stevens

La Ciudad


Se hacen de hormigón y de cristal,
de lugares extraños y gentes ocupadas.
En todas crece un árbol
delante de la casa de un suicida
y hay niños que acostumbran a dormirse
soñando con un perro.
No faltan desayunos en hoteles lujosos,
ni tampoco familias con jardín,
pero son más frecuentes
los portales oscuros con pareja de novios,
el beso frío,
la rosa de cemento en la ventana.


Las calles desembocan en plazas descompuestas,
las tardes de domingo en las cafeterías
y el humo de los coches en los ojos del loco
que murmura sus años
y los cuenta sin fin
de metro en metro.
Al salir de los túneles sentimos
que los cielos de agua
son igual que una carta del pasado,
que la vida es un arma lenta y de doble filo
en los pasos sin nadie,
en las noches vacías
o en la debilidad que tienen las ciudades
por los cines de barrio
y por las taquilleras muy pintadas.


A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos,
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte
la gente que nos mira,
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas,
necesita el amparo
de otra vegetación,
un sigilo de números y tarjetas de crédito
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes
como los muebles y las ratas viejas.


No es inútil viajar,
porque es cierto que todas las ciudades
amanecen de un modo parecido,
pero la noche llega en cada una
de manera distinta.
De día pueden verse
secretarias, conserjes, policías,
músicos callejeros y soldados,
dependientas que escuchan y sonríen,
oficinistas con olor a instancia,
conductores, extraños sacerdotes,
ejecutivos humillados.
Igual en todas partes,
porque apenas existen los kilómetros.
Pero existe la noche,
la soledad que borra los oficios
en un mundo habitado solamente
por hombres y mujeres,
confidencias de amarga valentía.

En las ciudades pueden encontrarse
relojes que se paran en la última copa,
la luna sobre un taxi
y todos los poemas que te escribo.

Luis García Montero

Completamente Viernes

Mashkan-Shapir



Mesopotamia es sólo un arañazo de oro en la superficie del desierto, un nombre griego, llaga de aguas y palmeras entre el polvo y la sed,

pero ese nombre esconde multitud de Venecias muertas entre las dunas.

Sabemos de una de ellas: Mashka-Shapir. Tres puertas. Los canales hundían su esqueleto de lluvia en los blandos aluviones del Tigris. Había un templo al dios de la muerte y otro al sol. Extraño culto doble a la ardiente evidencia del ser y su reverso.

Quién sabe si en sus casas oirían los pájaros. O qué reptiles casi transparentes dormitaban inmóviles al calor de sus muros, qué insectos atraídos por la oscura promesa de la sangre se agazapaban en sus lechos, cuántas veces se echaron a perder en las cestas los frutos corrompidos por el verde polvoriento del moho,

quién iba por las tardes al jardín de palmeras junto al muro del norte, o qué palabras sonarían más dulces en sus labios, cómo se sonreía un poco el pescador más joven al clavar sus arpones en el cuerpo de plata de los peces fluviales, qué refrán repetían las abuelas acerca de la sed

Nunca los muertos estuvieron tan muertos

tan a merced del viento

tan perdidos...

Ana Isabel Conejo


Atlas


Atlas

Se alejaban los barcos cargados de tesoros
y el niño señalaba con mano desvaída
las regiones lejanas de nombres eufónicos,
suaves como versos de cadencia elegíaca:

Alejandría, Córcega, Tornea, mar de Banda,
Majach-Kala, Karat, Bengasi, Esmirna.

Regiones de las brumas y las tinieblas albas,
ciudades de los altos minaretes de oro
que en la imaginación entonces relumbraban
como gemas caídas de un cielo melancólico:

Trípoli, Yeros, Kemen, Bagdad, Adalia, Córdoba...
Detrás de aquellos nombres, ¿qué vida se ocultaba?
Perdidos en la bruma glacial de la memoria,
los barcos que zarparon duermen bajo las aguas

de Botnia, de Madrás, de la azul Etiopía.


Felipe Benítez Reyes


Los Vanos Mundos