Çatalhöyük

Hace nueve mil años, en el poblado de Çatalhöyük, las casas no tenían ni puertas ni ventanas, y entre las casas no existían calles. La gente iba de un lado a otro a través de los tejados, y entraban y salían por el techo, por el mismo agujero que dejaba escapar el humo y el hollín de la cocina.


Cada casa albergaba bajo el suelo un linaje de muertos. A veces, en verano, el hedor alcanzaba los pisos altos, pero hombres y mujeres saludaban aquella podredumbre con humilde respeto. Eran sus muertos, no debían

abandonarlos. Por lo demás, sabemos poca cosa de su vida. Disponían de útiles líticos finamente pulidos, y habían domesticado cereales y ovejas. Cazaban cerdos y caballos salvajes y sabían servirse de las plantas silvestres. Ignoramos

en qué creían, pero se han encontrado grandes toros pintados en los muros y corpulentas diosas de piedra entronizadas, supuestamente restos de un viejo culto a la fetilidad.

Los arqueólogos andan despistados. ¿Reinaba un patriarcado o un matriarcado en aquella sociedad de ocho mil almas? Análisis de restos de hollín en las costillas indican que hombres y mujeres permanecían el mismo tiempo dentro de sus casas,

y un estudio exhaustivo de los dientes revela que sus dietas no diferían mucho.

Eso es lo que la Ciencia puede decir. Y yo sospecho:

Entre aquellas paredes, encima de los muertos, los ojos eran negros y brillantes como esquirlas de obsidiana, las manos se habían vuelto sabias sobre la húmeda arcilla de las vasijas hechas para guardar semillas,

en las noches de calor, muchos salían a dormir al tejado, dejándose mecer del dulce espanto que causan desde siempre la oscuridad y las estrellas,

mujeres y hombres con los mismo ojos, las mismas manos, el mismo placer al hundirlas en la harina, la misma espera ansiosa de la lluvia en la estación propicia,

el mismo compasivo respeto por los muertos

las mismas preguntas silenciosas cada noche mirando el espacio estrellado

y el mismo terror.

Ana Isabel Conejo

Atlas

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