Mesopotamia es sólo un arañazo de oro en la superficie del desierto, un nombre griego, llaga de aguas y palmeras entre el polvo y la sed,
pero ese nombre esconde multitud de Venecias muertas entre las dunas.
Sabemos de una de ellas: Mashka-Shapir. Tres puertas. Los canales hundían su esqueleto de lluvia en los blandos aluviones del Tigris. Había un templo al dios de la muerte y otro al sol. Extraño culto doble a la ardiente evidencia del ser y su reverso.
Quién sabe si en sus casas oirían los pájaros. O qué reptiles casi transparentes dormitaban inmóviles al calor de sus muros, qué insectos atraídos por la oscura promesa de la sangre se agazapaban en sus lechos, cuántas veces se echaron a perder en las cestas los frutos corrompidos por el verde polvoriento del moho,
quién iba por las tardes al jardín de palmeras junto al muro del norte, o qué palabras sonarían más dulces en sus labios, cómo se sonreía un poco el pescador más joven al clavar sus arpones en el cuerpo de plata de los peces fluviales, qué refrán repetían las abuelas acerca de la sed
Nunca los muertos estuvieron tan muertos
tan a merced del viento
tan perdidos...
Ana Isabel Conejo
Atlas
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